viernes, 23 de julio de 2010

UN VERANO DIFERENTE - Relato - Ana Buquet

Era un pequeño pueblo rodeado de mar de etéreos colores, con destellos de luz en cada ola.
Cristalinas corrían las aguas bajo su puente.

Los barcos de pescadores partían por la mañana, muy temprano.

Pintados de rojo fuerte como sus dueños, parecían disfrazarse con los colores del cielo al amanecer.

Los hombres de manos curtidas y enormes, de cuerpos tostados por el sol, cargaban sus redes vacías. Partían haciéndome adiós.

Atenta, los observaba con mis ojos de niña, tan negros como abiertos a los azules de la vida.



Soñaba en compartir con ellos alguno de sus viajes.

Junté coraje por un tiempo. Una mañana me atreví a pedirle a uno de ellos que me llevara. Con tono cariñoso, el hombre alto, de tez oscura y cabello entrecano, me contestó que no, e intentó consolarme diciéndome que era aún pequeña para salir a la mar.

Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas, y cerré los ojos con fuerza, imaginándome todo lo que iba a poder hacer cuando fuese mayor.



Una tarde y otra, casi a la hora de ponerse el sol, caminaba hacia el encuentro de esos hombres que eran mis amigos. Volvían con sus redes colmadas de pescados de pieles tornasoladas en las gamas de los grisáceos, celestes y rosas.



Era mi penúltimo día de vacaciones. Pensar que por un año no volvería a ver a mis amigos de redes vacías en las madrugadas, y repletas al atardecer, enlutaba mi alma infantil.

Fui camino del puerto, como siempre, pero esta vez cargaba en mis manos una gran canasta repleta de pan y dulce casero, que les obsequiaría.

Al llegar, me encontré con que no habían arribado.

Dejé la canasta en el suelo, y fui hasta el rancho donde ellos se vestían, a ver si había alguien que pudiera informarme.

Como respuesta, me di contra los pardos sonidos del silencio, y caminé de nuevo hacia el muelle.

La canasta seguía ahí, amarillo maíz y blanco espuma, a la espera de mi gente cotidiana.



El tiempo pasaba más lento cada vez.

A lo lejos, divisé algunos barcos de colores claros y desconocidos.

De pronto, apareció mi padre. Tomándome de la mano, y sin mediar palabra, me llevó rumbo a nuestra cabaña. Yo lloraba por la desilusión, y le pedía que me dejara esperarlos. Él, implacable, caminaba apretándome la mano y marchando con paso firme.

Ya en casa, pregunté a mi madre qué haría ahora con lo que había preparado, pues cuando regresaran no me encontrarían. Como respuesta, un silencio azabache.





Desde aquel verano del 57, cada vez que percibo el sublime aroma del mar, quisiera correr a cargar mi canasta de antaño, a sabiendas de que alguien ha de estar esperándome.



No todos los días se hunden las barcas de los pescadores.

4 comentarios:

  1. Muy hermoso cuento... Triste y hermoso cuento...Besos

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  2. Mil gracias Bea por tu comentario. Abrazo grande!!! vos tenés blog para seguirte?? Pasame el link por favor!
    Besos

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  3. Bello texto Ana, bello blog que irá mejorando seguro, abrazos Gus.

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